Anoche soñé con mi
familia. Estábamos todos contentos. Había mucho movimiento en la casa, olor a
canela expulsado al abrir y cerrar la puerta de la cocina, el vapor de una olla
que hervía los porotos verdes tiernos, el aroma de pollo saliendo del horno
junto al dulzor de la leche asada, la alegría y el ajetreo típico de las
vísperas de fiestas que lo entusiasman tanto a uno cuando es niño.
En mi familia éramos
todos: los cuatro hijos, los padres, las parejas de los hijos, los nietos.
Corríamos en preparativos porque estábamos participando activamente de las fiestas
de Navidad que se hacían en las plazoletas llenas de vecinos, guirnaldas y
luces.
Era nuestra casa de
infancia. Las mismas paredes estampadas, sucias con nuestras manos de tierra de
niños, los mismos pasillos con olor a cera, la grada roja azotada al sol afuera
del ventanal.
Era extraño porque
éramos grandes y chicos. Todo se movía muy rápido. Hacíamos disfraces para la
Josefa, carteles de colores, globos, huevos de pascua decorados. También estaba
la Antonia, la Alfonsina, el Pedrito. Tenía una felicidad así como de viendo el
Gato Felix, todos metidos en la cama de los viejos, comiendo harina tostada con
y sin leche una mañana de domingo.
De pronto, como en
toda narración, la cosa comenzó a cambiar. El piso se llenó de agua y
excremento por todos lados y no había cómo detenerlo. Yo miraba mis pies pero
se quedaban pegados en el suelo y el agua corría y corría de una filtración
indeterminada y sin arreglo.
Entonces pensé en lo
obvio de mi sueño.
Ya no éramos niños.
No vivíamos en esa
casa.
Ya no habíamos
cuatro hijos.
No teníamos esa
alegría, que probablemente nunca tuvimos.
No estabas. Por
sobre todo, no estabas y no estarás más.
Luego pasé a otra imagen. La insoportable
escena de ser cinco: mi papá, mi mamá, el Poncho, la Choli y yo sentados en el
living de la casa de Limache. ¡Cuánto habremos durado en ese cuadro
innombrable! Nos dispersamos como hormigas arrancando del
agua lo antes que pudimos, antes que nadie alcanzara a apreciar tu falta.
Pero no podemos obviarla. Llevamos tantos días
intentando despedirte pero no hay comida, vino ni conversación que valga.