Recuerdo de niña la calle larga que me llevaba a la escuela, el camino de vuelta, la atmósfera gris con ese cielo cargado de lluvia en el invierno. Las pisadas en el suelo del montón de niños que volvían como yo a sus casas. Recuerdo las hojas secas caídas en el pavimento y el cerro de la Virgen que aparecía a un costado con sus mitos, extraños personajes y las fantasías que guardábamos de los relatos adultos. Ahí, en su entrada, boca oscura de lobo, pasaban cosas malas, como malo era lo que sucedía en la casa del Jorge y la Paola, los hermanos López a los que les pegaban por regalarnos granadas desde el portón, a la salida del colegio.
Recuerdo que una vez mis compañeras de curso huyeron de mí, yo corrí detrás de ellas para alcanzarlas..
Recuerdo los adoquines de la vereda, el envoltorio vacío de las Negritas de chocolate que yo coleccionaba, en el suelo (antes traían el dibujo de una negra con pañuelo en la cabeza, como la del cuento "Nadie quiere jugar con la niña negra").Recuerdo las rayas del piso, los cuadros, los diseños, los pies de los ancianos contemplando la vida desde las puertas de sus casas de adobe y fachada continua, aquellas casas oscuras con un olor a rancio que se asomaba hasta afuera. Recuerdo sus manos apoyadas en un bastón café como las pecas de la vejez. Me acuerdo de don Jesús y su bigote blanco.
Recuerdo esa calle con cada uno de sus olores. Pasé por ahí tantas veces. Temí a que saliera el lobo en esas noches oscuras, a mis 7 años, a las 7 de la tarde, bajo el cielo de Los Andes que es negro; bien sabrá quien lo conoce.
Habían aullidos de perros, un niño calvo que decían lo habían dejado así los pacos por marihuanero.
Tuve tanto miedo a veces al volver, porque pensaba que ese paisaje era trágico, que en cualquier momento se iba a desencadenar algo terrible en ese aire tibio y dulzón del otoño. Yo recogía una angustia que me era ajena.
Yo sabía a mis cortos años que algo raro había en el hecho de que mi vecina Claudia no fuera al colegio y se quedara durmiendo la siesta con su papá.
Cada casa, a esa hora del día dejaba entrever esa brutalidad naif, esa sordidez propia de la gente de campo o de pueblo, donde se permiten cosas tales como el incesto. Era un lugar tan tranquilo pero un poco violento.
Tantos recuerdos que tengo...
Recuerdo que una vez mis compañeras de curso huyeron de mí, yo corrí detrás de ellas para alcanzarlas..
Recuerdo los adoquines de la vereda, el envoltorio vacío de las Negritas de chocolate que yo coleccionaba, en el suelo (antes traían el dibujo de una negra con pañuelo en la cabeza, como la del cuento "Nadie quiere jugar con la niña negra").Recuerdo las rayas del piso, los cuadros, los diseños, los pies de los ancianos contemplando la vida desde las puertas de sus casas de adobe y fachada continua, aquellas casas oscuras con un olor a rancio que se asomaba hasta afuera. Recuerdo sus manos apoyadas en un bastón café como las pecas de la vejez. Me acuerdo de don Jesús y su bigote blanco.
Recuerdo esa calle con cada uno de sus olores. Pasé por ahí tantas veces. Temí a que saliera el lobo en esas noches oscuras, a mis 7 años, a las 7 de la tarde, bajo el cielo de Los Andes que es negro; bien sabrá quien lo conoce.
Habían aullidos de perros, un niño calvo que decían lo habían dejado así los pacos por marihuanero.
Tuve tanto miedo a veces al volver, porque pensaba que ese paisaje era trágico, que en cualquier momento se iba a desencadenar algo terrible en ese aire tibio y dulzón del otoño. Yo recogía una angustia que me era ajena.
Yo sabía a mis cortos años que algo raro había en el hecho de que mi vecina Claudia no fuera al colegio y se quedara durmiendo la siesta con su papá.
Cada casa, a esa hora del día dejaba entrever esa brutalidad naif, esa sordidez propia de la gente de campo o de pueblo, donde se permiten cosas tales como el incesto. Era un lugar tan tranquilo pero un poco violento.
Tantos recuerdos que tengo...