lunes, febrero 25, 2008

Nunca vi a mi madre tan abatida como esa noche. Se agarraba la cabeza entre las dos manos, luego extendía los dedos y la palma derecha para cubrirse los ojos en un gesto como de vergüenza, para tocar su frente como si estuviera afiebrada.

"Qué hicimos de mal para que nuestros hijos hayan salido así", se lamentaba con desconsuelo, desahogándose frente a mí, como si yo no fuera parte involucrada.

Se sentía fracasada.

Por primera vez vi en su cara la decepción de tener cuatro hijos que no eran lo que esperaba. Y no es que ella fuera una de aquellas que presionan con las expectativas maternas, no, ella siempre apoyó los proyectos personales, los caprichos y se entendió con las singularidades de cada uno de nosotros.

 Sufría porque no logró grabar en su descendencia alguna fe o creencia religiosa parecida a la suya.

"Lo importante es tener en qué apoyarse en los momentos difíciles", decía, argumentando que su vida había sido mejor encomendada a dios, justo en el momento en el que la religión no le servía.

Mi madre estaba derribada y yo tenía que pararla. Intenté esbozar alguna palabra pero me interrumpió sin querer escucharme. "Ya sé lo que vas a decir pero yo no me estoy refiriendo a eso"- lanzó con amargura.

Después de enumerar las falencias de cada uno de nosotros se excusó diciendo que no se trataba espeialmente de mí.

Yo entendí su estado de ánimo pero hoy viene a mí esa imagen como si por única vez se hubiese hecho presente la implícita sentencia de que ninguno de nosotros servía, salvo uno de nosotros que tuvo mejor oráculo.

Sufría porque va a jubilar, porque a sus 65 años aún "los niños" le dan problemas. Yo me sentí miserable, ¡cómo no poder darle alguna retribución a esa edad a los padres! Entonces recogí el rollo de mis pesares y mi contingencia, avergonzada de tenerlos así de expuestos.Y me quedé sin regreso, sin padre y sin madre de un plumazo, justo ahora que quisiera volver a Los Castaños.

viernes, febrero 22, 2008

Buenos días, señor abismo

Cristián Warnken
El Mercurio
Jueves 21 de Febrero de 2008
Hoy siento la derrota de ser hombre, porque he metido mis pies en el abismo y no puedo sacarlos de ahí; porque vago con una débil lámpara que se apaga, en una larga noche de tormenta, y toco puertas que no se abren, y tiemblo de terror y pena como un niño.
Soy una hoja batida por el viento, una casa en ruinas, un árbol caído y sin raíces. Soy el derrotado, el fulminado, el caído. Soy el hombre, el mamífero que piensa y ríe, el que se creyó Dios -y bailó sobre la tumba de Dios-, pero que -sin aviso- es ahora el gusano que repta y clama. ¿Y quién lo escucha?
A veces hablo en voz alta como un loco, un loco que ríe y llora al mismo tiempo, a veces caigo de rodillas, a veces miro mi propio rostro reflejado en el agua y no me reconozco. ¿Quién eres? -me pregunta una vieja voz que me parece familiar-, y digo "No sé". "¿Tú no eres acaso el hombre, el que leía poemas a voz en cuello, el que hacía preguntas hermosas, el que creía en la palabra, el que acunaba certezas?". "No -le digo-. Yo soy el derrotado, ábreme por favor tu puerta, dame un poco de luz". La voz tose, cierra los postigos, me pide que me aleje de ahí, como un leproso. Soy un leproso, un sarnoso, llevo la peste de la duda, la fiebre del dolor pegada a la piel, soy una pura desolladura. Una desolladura que camina a la intemperie. Un abismo con el cuerpo de un hombre, con dos pies, dos manos, una camisa abotonada, un abismo con cabellos, con células, con ojos. Un abismo con carné de identidad, un abismo con familia, sueldo, amigos, casa..., pero un abismo. Un abismo que está de vacaciones, un abismo que lee los periódicos, come sushi, duerme la siesta. El que se sienta conmigo a conversar conversa con un abismo, el que me abrace abrazará a un abismo, el que haga negocios conmigo no debe olvidar que soy un abismo. Voy al baño, como, pago las cuentas, pero soy un abismo. Antes lo había leído, pero ahora lo sé. El abismo ya no es sólo una palabra abstracta que leí alguna vez en Pascal o Baudelaire. No, el abismo se instaló en mi casa, usa mis pantuflas, mi piyama, se acuesta con mi mujer.
Me siento en una silla, la silla no puede tapar el abismo, porque soy el abismo. Me duermo abismo, me despierto abismo. Un abismo que llora... ¿Hay algo más impresionante que un abismo que llora?
Ya viene marzo -piensas-, todo volverá a la normalidad: llevarás a tu hijo al colegio, irás a reuniones, preguntarás por la tasa de interés de un crédito. Pero, ¿podrás hacer todo eso sabiendo que eres abismo? Sabes que cada vez que lloras eres más abismo aún, y te pones la corbata y lloras, y los zapatos y tus pies lloran. Pero te levantarás. Que un abismo se levante a las siete de la mañana es un milagro. Pero lo harás y entrarás a un cajero automático, y el dinero pasará por las manos del abismo.

viernes, febrero 15, 2008

Mar maldito



Intentaba reconstruir una y otra vez el castillo, pero el mar irremediablemente estiraba su brazo espumoso y lo derrumbaba.

Estuvo en ese transe durante horas, sin reflexión alguna, aferrada a la idea de que lograría salvarlo. Enterraba sus manos en la arena y cavaba con toda la rapidez que podía para levantar la muralla que duraría segundos antes de que el agua volviera a tragarla. No había tiempo para detenerse…seguramente sus uñas estaban negras, con granos de arena dolorosamente infiltrados más arriba de lo que permite la parte despegada de la carne. Pero ella no cejaba porque había armado un castillo y eso era lo que defendía. Una y otra vez alzaba los brazos, agitaba el balde, volcaba la pala sin éxito.

En ningún minuto pensó que el problema radicaba en el lugar donde emplazaba su obra de arte. ¿Nunca nadie le dijo acaso que torre que se hace a orilla de la playa se la lleva la marea? Evidentemente nadie se lo explicó ni iba a decírselo tampoco, ni siquiera su madre que monitoreaba de reojo sus movimientos, sólo con la atención necesaria para salvaguardarle la vida, pero no suficeintemente como para inmiscuirse en tal dilema.

Esperábamos, entonces, que llegara a concluirlo (al fin y al cabo una deducción como esa era posible a los 7 años). Pero no lo hizo, estaba en la acción y en ella se hundía sin ningún destino.

Cuando perdía la paciencia corría hacia adentro, volvía, exclamaba mirando al cielo y gritaba: ¡mar maldito! Era él quien tenía la culpa de su fracaso.

¡Pobre!- pensamos, no se da cuenta de su responsabilidad en este acto. Era tan obvio que no podría repararlo, así como tan claro fue después que su intención no era hacer arreglo alguno, sino vivir, una y otra vez, el derrumbe de un sueño en ese gesto.