Nunca vi a mi madre tan abatida como esa noche. Se agarraba la cabeza entre las dos manos, luego extendía los dedos y la palma derecha para cubrirse los ojos en un gesto como de vergüenza, para tocar su frente como si estuviera afiebrada.
"Qué hicimos de mal para que nuestros hijos hayan salido así", se lamentaba con desconsuelo, desahogándose frente a mí, como si yo no fuera parte involucrada.
Se sentía fracasada.
Por primera vez vi en su cara la decepción de tener cuatro hijos que no eran lo que esperaba. Y no es que ella fuera una de aquellas que presionan con las expectativas maternas, no, ella siempre apoyó los proyectos personales, los caprichos y se entendió con las singularidades de cada uno de nosotros.
Sufría porque no logró grabar en su descendencia alguna fe o creencia religiosa parecida a la suya.
"Lo importante es tener en qué apoyarse en los momentos difíciles", decía, argumentando que su vida había sido mejor encomendada a dios, justo en el momento en el que la religión no le servía.
Mi madre estaba derribada y yo tenía que pararla. Intenté esbozar alguna palabra pero me interrumpió sin querer escucharme. "Ya sé lo que vas a decir pero yo no me estoy refiriendo a eso"- lanzó con amargura.
Después de enumerar las falencias de cada uno de nosotros se excusó diciendo que no se trataba espeialmente de mí.
Yo entendí su estado de ánimo pero hoy viene a mí esa imagen como si por única vez se hubiese hecho presente la implícita sentencia de que ninguno de nosotros servía, salvo uno de nosotros que tuvo mejor oráculo.
Sufría porque va a jubilar, porque a sus 65 años aún "los niños" le dan problemas. Yo me sentí miserable, ¡cómo no poder darle alguna retribución a esa edad a los padres! Entonces recogí el rollo de mis pesares y mi contingencia, avergonzada de tenerlos así de expuestos.Y me quedé sin regreso, sin padre y sin madre de un plumazo, justo ahora que quisiera volver a Los Castaños.
"Qué hicimos de mal para que nuestros hijos hayan salido así", se lamentaba con desconsuelo, desahogándose frente a mí, como si yo no fuera parte involucrada.
Se sentía fracasada.
Por primera vez vi en su cara la decepción de tener cuatro hijos que no eran lo que esperaba. Y no es que ella fuera una de aquellas que presionan con las expectativas maternas, no, ella siempre apoyó los proyectos personales, los caprichos y se entendió con las singularidades de cada uno de nosotros.
Sufría porque no logró grabar en su descendencia alguna fe o creencia religiosa parecida a la suya.
"Lo importante es tener en qué apoyarse en los momentos difíciles", decía, argumentando que su vida había sido mejor encomendada a dios, justo en el momento en el que la religión no le servía.
Mi madre estaba derribada y yo tenía que pararla. Intenté esbozar alguna palabra pero me interrumpió sin querer escucharme. "Ya sé lo que vas a decir pero yo no me estoy refiriendo a eso"- lanzó con amargura.
Después de enumerar las falencias de cada uno de nosotros se excusó diciendo que no se trataba espeialmente de mí.
Yo entendí su estado de ánimo pero hoy viene a mí esa imagen como si por única vez se hubiese hecho presente la implícita sentencia de que ninguno de nosotros servía, salvo uno de nosotros que tuvo mejor oráculo.
Sufría porque va a jubilar, porque a sus 65 años aún "los niños" le dan problemas. Yo me sentí miserable, ¡cómo no poder darle alguna retribución a esa edad a los padres! Entonces recogí el rollo de mis pesares y mi contingencia, avergonzada de tenerlos así de expuestos.Y me quedé sin regreso, sin padre y sin madre de un plumazo, justo ahora que quisiera volver a Los Castaños.