domingo, noviembre 18, 2007

Yo no quiero que a mi niña


Siempre existe el riesgo de perderse. De chica creía en todo y a pesar de lo que pasara a mi alrededor, algo me protegía de los desencantos, de la melancolía y la tristeza ajena. Es un recurso infalible propio de la infancia el seguir adelante, sobrevivir los duelos y los lutos de los otros. En esa primera época, uno tenía la opción de desentenderse, de esquivar la mirada y continuar el juego, secarse las lágrimas, los mocos y el barro de las mejillas con la manga del chaleco y volver con la pelota a la calle. No importaba cuan grave fuera la noticia o el enojo de la madre, en el fuero más interno la vida seguía y uno quería disfrutarla. Yo fui de aquellas educadas bajo la mirada de las monjas, ajustada a la norma, buena y participativa, hasta que no lo fui más. A los 10 años componía canciones para el coro del colegio, organizaba cuanto evento había, hasta que no lo hice más. En ese tiempo yo estaba definitivamente a resguardo por obra de la divinidad y del milagro de mis cortos años hasta que ya no lo estuve más. Porque hay algo que a uno lo sostiene, la palabra de alguien, un sentimiento profundo -en mi caso- que hace pensar que uno será importante en la vida, sin saber de qué modo. Pero luego desaparece. A los 12 años yo creía y creaba y después ya no lo hice más. Supongo que fue la adolescencia la sombra aquella que vino a cubrirlo todo. El cuerpo distinto, desencajado, la nueva conciencia como de pecado original. Algo vino hacia mí y me rompió como un rayo. Seguramente no vino de afuera sino que fue un algo incubado. Porque, seguramente, en esa edad se diferencia con brutalidad lo que uno prometía ser y las huellas tempranas que emergen y que dificultarán el camino. A los 33 años pienso aún en ello, en qué momento adquirí el pánico escénico del que una amiga hablaba el otro día, cómo me fui escondiendo y sepultando. Pienso en ello con nostalgia porque en una época no tuve tanto miedo como hoy. Pienso en ello porque mi hija tiene 11 años y veo como las hormonas hacen sus estragos. Más de alguien me ha sentenciado a la repetición de la historia pero yo me niego a aceptarlo. Qué peligrosa etapa. A los 15 años yo me perdí y, sin Bat mitzva, sin ritual de iniciación, me caí. Yo he pensado otra cosa para ella.